sábado, 24 de abril de 2010

E. M. CIORAN - BREVIARIO DE PODREDUMBRE- II


El anti‑profeta

En todo hombre dormita un profeta, y cuando se despierta hay un poco más de mal en el mundo... La locura de predicar está tan anclada en nosotros que emerge de profundidades desconocidas al instinto de conservación. Cada uno espera su momento para proponer algo: no importa el qué. Tiene una voz: eso basta. Pagamos caro no ser sordos ni mudos...
De los desharrapados a los snobs, todos gastan su generosidad criminal, todos distribuyen recetas de felicidad, todos quieren dirigir los pasos de todos: la vida en común se hace intolerable y la vida consigo mismo más intolerable todavía: cuando no se interviene en los asuntos de los otros, se está tan inquieto de los propios que se convierte al «yo» en religión o, apóstol invertido, se le niega: somos víctimas del juego universal...
La abundancia de soluciones a los aspectos de la existencia sólo es igualada por su futilidad. La Historia: Manufactura de ideales... , mitología lunática... frenesí de hordas y de solitarios, rechazo de aceptar la realidad tal cual es, sed mortal de ficciones...
La fuente de nuestros actos reside en una propensión inconsciente a considerarnos el centro, la razón y el resultado del tiempo. Nuestros reflejos y nuestro orgullo transforman en planeta la parcela de carne y de conciencia que somos. Si tuviéramos el justo sentido de nuestra posición en el mundo, si comparar fuera inseparable de vivir, la revelación de nuestra ínfima presencia nos aplastaría. Pero vivir es cegarse sobre sus propias dimensiones...
Si todos nuestros actos, desde la respiración hasta la fundación de imperios o de sistemas metafísicos, derivan de una ilusión sobre nuestra importancia, con mayor razón aún el instinto profético. ¿Quién, con la exacta visión de su nulidad, intentaría ser eficaz y erigirse en salvador?
Nostalgia de un mundo sin «ideal», de una agonía sin doctrina, de una eternidad sin vida... El Paraíso... Pero no podríamos existir un instante sin engañarnos: el profeta en cada uno de nosotros es el rasgo de locura que nos hace prosperar en nuestro vacío.
El hombre idealmente lúcido, luego idealmente normal, no debería tener ningún recurso fuera de la nada que está en él... Me parece oírle: «Desgajado del fin, de todos los fines, no conservo de mis deseos y mis amarguras sino las fórmulas. Habiendo resistido a la tentación de sacar conclusiones, he vencido al espíritu, como he vencido a la vida por el horror a buscarle una solución. El espectáculo del hombre ‑¡qué vomitivo! El amor‑, un encuentro de dos salivas... Todos los sentimientos extraen su absoluto de la miseria de las glándulas. No hay nobleza sino en la negación de la existencia, en una sonrisa que domina paisajes aniquilados. (En otro tiempo, tuve un «yo», ahora no soy más que un objeto. Me atraco de todas las drogas de la soledad; las del mundo fueron demasiado débiles para hacérmela olvidar. Habiendo matado el profeta en mí, ¿cómo conservaré aún un sitio entre los hombres?)».

En el cementerio de las definiciones

Tenemos fundamento para imaginarnos un espíritu gritando: «Todo carece para mí ya de objeto, pues he dado las definiciones de todas las cosas»? Y si podemos imaginarlo, ¿cómo situarlo en la duración?
Soportamos tanto mejor lo que nos rodea porque le damos un nombre y nos desentendemos de ello. Pero abarcar una cosa con una definición, sea lo arbitraria que sea ‑y tanto más grave resulta cuanto más arbitraria, pues el alma se adelanta entonces al conocimiento‑, es rechazarla, volverla insípida y superflua, aniquilarla. El espíritu ocioso y vacante ‑y que no se integra en el mundo más que a favor del sueño‑, ¿en qué podría atarearse sino en ensanchar los nombres de las cosas, en vaciarlos, y en substituirlos por fórmulas? Después evoluciona sobre escombros; no más sensaciones; sólo recuerdos. Bajo cada fórmula yace un cadáver: el ser o el objeto mueren bajo el pretexto al que dieron lugar. Es el desenfreno frívolo y fúnebre del espíritu. Y ese espíritu se ha derrochado en lo que ha nombrado y circunscrito. Enamorado de los vocablos, odiaba los misterios de los silencios pesados y los volvía ligeros y puros: y él mismo llegó a ser ligero y puro, puesto que aligerado y purificado de todo. El vicio de definir ha hecho de él un asesino gracioso y una víctima discreta.
Y es así como se ha borrado la mancha que el alma extendía sobre el espíritu y que era lo único que le recordaba que estaba vivo.

Civilización y frivolidad

¿Cómo soportaríamos la masa y la profundidad gastada de las obras y de las obras maestras, si espíritus impertinentes y deliciosos no hubieran añadido a su trama las franjas de un desprecio sutil y de primaverales ironías? Y ¿cómo podríamos soportar los códigos, las costumbres, los párrafos del corazón que la inercia y el bienestar han superpuesto a los vicios inteligentes y fútiles, si no existieran esos seres regocijantes cuyo refinamiento coloca juntamente en las cumbres y al margen de la sociedad?
Es preciso estar agradecidos a las civilizaciones que no han abusado de lo serio, que han jugado con los valores y que se han deleitado en engendrarlos y destruirlos. ¿Se conoce fuera de las civilizaciones griega y francesa una demostración más lúcidamente festiva de la elegante nada de las cosas? El siglo de Alcibíades y el siglo XVIII francés son dos fuentes de consuelo. Mientras que no es hasta su último estado, hasta la disolución de todo un sistema de creencias y costumbres, cuando las otras civilizaciones pudieron gustar del ejercicio alegre que presta un sabor de inutilidad a la vida. En plena madurez, en plena posesión de sus fuerzas y de su porvenir, esos dos siglos conocieron el hastío despreocupado de todo y permeable a todo. ¿Hay mejor símbolo de esto que Madame Deffand, vieja, ciega y clarividente, que, aun execrando la vida, gusta sin embargo de los recreos de la amargura?
Nadie alcanza de buenas a primeras la frivolidad. Es un privilegio y un arte; es la búsqueda de lo superficial por aquellos que habiendo advertido la imposibilidad de toda certeza, han adquirido asco por ella; es la huida lejos de esos abismos naturalmente sin fondo que no pueden llevar a ninguna parte.
Quedan, sin embargo, las apariencias: ¿por qué no alzarlas al nivel de un estilo? Esto es lo que permite definir a toda época inteligente. Se llega a conceder más prestigio a la expresión que al alma que la sustenta, a la gracia que a la intuición; la emoción misma se vuelve cortés. El ser entregado a sí mismo, sin ningún prejuicio de elegancia, es un monstruo; no encuentra en sí más que zonas obscuras, donde rondan, inminentes, el terror y la negación. Saber, con toda su vitalidad, que uno se muere y no poder ocultarlo, es un acto de barbarie. Toda filosofía sincera reniega de los títulos de la civilización, cuya función consiste en tamizar nuestros secretos y disfrazarlos de efectos buscados. Así, la frivolidad es el antídoto más eficaz contra el mal de ser lo que se es: merced a ella engañamos al mundo y disimulamos la inconveniencia de nuestras profundidades. Sin sus artificios, ¿cómo no enrojecer de tener un alma? Nuestras soledades a flor de piel, ¡qué infierno para los otros! Pero es siempre para ellos y a veces para nosotros mismos para quien inventamos nuestras apariencias...


Desaparecer en Dios

El espíritu que cuida su esencia distinta está amenazado a cada paso por las cosas a las que se rehúsa. Cuando la atención ‑el más grande de sus privilegios‑ le abandona, cede a las tentaciones de las que ha querido huir, o se hace presa de misterios impuros... ¿Quién no conoce esos miedos, esos estremecimientos, esos vértigos que nos aproximan a la bestia y a los problemas postreros? Nuestras rodillas tiemblan sin doblarse; nuestras manos se buscan sin juntarse; nuestros ojos se elevan y no divisan nada... Conservamos este orgullo vertical que reafirma nuestro valor; este horror de los gestos que nos preserva de las efusiones; y el socorro de los párpados para cubrir miradas ridículamente inefables. Nuestro desliz está próximo, pero no es inevitable; el accidente curioso, pero nada nuevo; una sonrisa apunta ya en el horizonte de nuestros terrores... , no nos desplomaremos en la oración... Pues, a fin de cuentas, El no debe triunfar; su mayúscula debe ser comprometida por nuestra ironía; los escalofríos que dispensa, que sean disueltos por nuestro corazón.
Si verdaderamente tal ser existiese, si nuestras debilidades primasen sobre nuestras resoluciones y nuestras profundidades sobre nuestros exámenes, entonces ¿por qué pensar todavía, si nuestras dificultades estarían ya resueltas, nuestras interrogaciones suspendidas y nuestros espantos apaciguados? Sería demasiado fácil. Todo absoluto ‑personal o abstracto‑ es una forma de escamotear los problemas; y no sólo los problemas, sino también su raíz, que no es otra que un pánico de los sentidos.
Dios: caída perpendicular sobre nuestro espanto, salvación cayendo como un rayo en medio de nuestras búsquedas que ninguna esperanza engaña, anulación sin paliativos de nuestro orgullo desconsolado y voluntariamente inconsolable, encaminamiento del individuo por un apartadero, paro del alma por falta de inquietudes...
¿Qué mayor renuncia que la fe? Es cierto que sin ella uno se aventura en una infinidad de callejones sin salida. Pero incluso sabiendo que nada puede llevar a nada, que el universo es solamente un subproducto de nuestra tristeza, ¿por qué sacrificaríamos ese placer de tropezar y rompernos la cabeza contra la tierra y el cielo?
Las soluciones que nos propone nuestra cobardía ancestral son las peores deserciones a nuestro deber de decencia intelectual. Equivocarse, vivir y morir engañados, he ahí lo que hacen los hombres. Pero existe una dignidad que nos preserva de desaparecer en Dios y que transforma todos nuestros instantes en oraciones que jamás haremos.


viernes, 23 de abril de 2010

E. M. CIORAN - BREVIARIO DE PODREDUMBRE- I


BREVIARIO DE PODREDUMBRE

(Précis de décomposition, 1949)

I'll join with black despair against my soul,
and to myself become an enemy.
(SHAKESPEARE, Richard III.)

Genealogía del fanatismo

En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.



Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis... Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.



En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; lo ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado del hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza ‑vicios más nobles que todas sus virtudes‑, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis... Las certezas abundan en ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo ‑tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror‑, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta... No escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque ‑verdaderos bienhechores de la humanidad‑ destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta... En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos ‑metafísica para uso de monos...‑ Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente...
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir «nosotros», con una inflexión de seguridad, invocar a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de corrupción...



El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad...


viernes, 9 de abril de 2010

Ramón Vargas deplora desdén oficial a artistas triunfadores

Ángel Vargas

Periódico La JornadaViernes 9 de abril de 2010, p. 3
Nada más preocupante para una nación que “aceptar sus limitaciones como destino”, sostiene el tenor Ramón Vargas, quien de esa manera critica la falta de conciencia en el gobierno mexicano, y a veces entre la propia sociedad, para apoyar aquellas iniciativas y personas, entre ellas a los artistas, “que ponen en alto el nombre y la imagen del país en momentos tan desastrosos como éste”, en el que la violencia y el narcotráfico tienen copado a México.
Considerado una de las principales figuras del actual firmamento operístico mundial, el cantante mexicano interrumpió sus vacaciones para regresar de manera temporal a territorio nacional, con el propósito de encabezar la gala de ópera con la que este fin de semana será reinaugurada la Sala de Conciertos Nezahualcóyotl, luego de haber sido sometida a un proceso de “mantenimiento mayor”.
Ausencia de política cultural
En entrevista con La Jornada, además de encarar ciertas críticas a su quehacer profesional, Ramón Vargas refrenda su convicción sobre la ausencia de una política cultural encaminada a desarrollar y fortalecer el arte operístico nacional, que, en su opinión, tan buenos dividendos ha dado a México a escala mundial, sobre todo por la calidad de sus cantantes.
“Lo que me da muchísima pena es que mientras (las autoridades) se ponen de acuerdo si habrá o no presupuesto, los jóvenes cantantes no se están desarrollando; mejor están haciendo programas de televisión, como ese de Ópera prima, una especie de reality show que es pura tomadura de pelo; eso no es lo que necesitamos”, sostiene el intérprete.
“Lo que necesitamos es hacer ópera y que los muchachos tengan dónde cantar y que se hagan más funciones ¿Un programa de televisión como para qué, a dónde y qué van a cantar después los ganadores?
“En lugar de estar gastando dinero y tiempo en eso, se hubiera hecho un gran concurso nacional o internacional, y eso habría sido menos costoso y tendría los mismos resultados.
“Más que un reality show, lo que necesitamos es hacer ópera, programar títulos, que los muchachos se desarrollen; que también hagan directores de escena y musicales, que se desarrolle la gente relacionada con el teatro, que son mexicanos y no tienen trabajo.
“Eso es lo que necesitamos y no se está haciendo. No hay una conciencia de lo que está pasando. Los cantantes de ópera somos los que estamos poniendo el nombre de México en lo más alto en los tiempos recientes, porque lo que pasa en el país es un desastre.
“Debería ser motivo de orgullo cada vez que un cantante mexicano se presenta en cualquier teatro del mundo, sea más o menos importante, porque es una forma en la que el nombre de México no se relaciona con que hay asesinatos y narcos que se pelean por el control de territorios y de la droga, sino que estamos haciendo alta cultura.
“Eso es lo que tenemos que apoyar, pero no está pasando. Es algo preocupante que no tengamos el apoyo de las autoridades y en ocasiones ni de la sociedad, pues a veces, tristemente, los mexicanos, si vemos que alguien está triunfando, mejor lo agarramos a patadas. Mientras aceptamos nuestras limitaciones como destino, eso es preocupante.”
–¿Qué responde a las críticas de algunos especialistas y cierto sector del público acerca de que sólo cumple y no se entrega al ciento por ciento cuando actúa en México?
–Nunca me he presentado para salir del paso. Tal vez alguien diga que vine ahorrándo entrega, y nunca he hecho algo así; soy una persona que hago lo que puedo, en el momento que estoy y lo mejor que puedo.

Ramón Vargas, en la Sala Nezahualcóyotl, en imagen de 2005">Foto Carlos Ramos Mamahua
“Lo que no se sabe es que cantar en la ciudad de México, para mí, es muy complicado, por varias razones. Primero, por la altura de la urbe; a pesar de que soy chilango, ya me desacostumbré; pero la cosa más grave es que la capital está muy contaminada y sufro de terribles alergias.
“No es un pretexto, es una condición de mi físico. Y, claro, eso puede alterar mi trabajo. Ha habido años en los que realmente he tenido que sufrir para terminar mis compromisos, porque no estoy en óptimas condiciones físicas. Pero eso no es un pretexto, a la gente no le importa. Uno debe venir y cantar lo mejor que puede.
“Es difícil darle gusto a todo mundo; no es mi papel estar bien con Dios y con el diablo. Hago lo que creo que está bien, y quien esté de acuerdo pues que lo aprecie y quien no, que lo critique. Me siento muy tranquilo conmigo mismo.”
–¿Quizá en esa apreciación tenga que ver la repercusión mediática de sus triunfos en el extranjero, como el más reciente en el Met de Nueva York, donde fue aclamado?
–Es muy curioso que en el extranjero me alaban y que mis compatriotas, algunos, no todos, me critican con severidad. Es una característica de algunos mexicanos, desafortunadamente, de pegarle a quien ven arriba; como que hay un estado de frustración de algunas personas, no pueden resistir que alguien triunfe y piensan que si no son ellas, mejor nadie.
“Por fortuna, la mayoría de la gente me sigue queriendo, apreciando, respetando y yo hago lo propio con esas personas. Me debo realmente a los que confían en mí, que me quieren; además, hago lo que siento que está bien y lo hago con mucha honestidad.”
Un arte muy pasional
–¿En qué momento de su carrera se siente usted hoy día? Hace unos ocho años, se le comparó con un futbolista que estaba preparándose para convertirse en goleador.
–Sigo metiendo muchos goles y varios son de chilena. Jajaja... Estoy en muy buen momento, además no somos máquinas, no todo el repertorio le queda a uno; por ejemplo, mi Fausto aquí en México me lo criticaron mucho y en Nueva York me lo alabaron semanas después.
“Pero de eso nadie comentó algo; se quedaron callados. Sólo comentan lo que les parece que estuvo mal. Digamos que, a veces, a quienes emiten esos comentarios les falta objetividad. Eso pasa en cualquier lado.
“¡Cierto, la ópera es un arte muy pasional, y claro que todos tenemos noches mejores y noches menos buenas; es algo que pasa frecuentemente a todas las personas, que de repente tenemos noches de oro y otras oscuras; ni modo, también es parte del encanto del teatro en vivo, nada está firmado.
“El hecho de presentarse no significa que uno esté en su esplendor. Al público no le importa si a uno le duele la cabeza, el estómago; si tiene un resfriado, si se peleó con la esposa, si el hijo está enfermo o si tiene una preocupación.
“Lo que quiere siempre es escucharte bien, y está en su derecho; pero no siempre es posible. Finalmente, los artistas somos seres humanos, y quien siempre quiera escuchar algo perfecto que mejor compre un disco y lo escuche en su casa; aunque los discos están truqueados.
“Muchos de los críticos lo son a partir de escuchar únicamente discos, sobre ellos basan sus comentarios, no saben lo que realmente es ver a los artistas en vivo. Entonces, ¿cómo pueden hacer una crítica de algo que sólo han escuchado en disco?”